lunes, 12 de enero de 2009

El congreso en Madrid y la Casa de las flores

La casa de las flores víctima de la Guerra


En 1937, decidieron que tenían que celebrar en Madrid un congreso de escritores antifascistas, donde contarían con la presencia de muchos autores españoles y el apoyo de muchos otros extranjeros, así como el irlandés W.B.Yeats.

Aragon, un amigo de Neruda, organizaba gran parte del trabajo.

Para la organización del congreso recibieron apoyo del gobierno español, y fueron añadiéndose sucesivamente numerosos poetas. Octavio Paz, recién llegado desde México, César Vallejo, Vicente Huidobro -con el que Pablo no se trataba, -etc. Todos llegaron a París y partieron desde allí, juntos hacia Madrid. En el viaje Vicente Huidobro había perdido la maleta, y fue a hablar de ello con Malraux, que era el líder de la expedición. Sin embargo se encontraba muy ocupado, debido a que el tren había sufrido una avería y temía que llegaran tarde. Por ello, contestó de mala manera a Huidobro, quien se fue indignado a su compartimiento. Neruda presenció toda la escena.

Más tarde, al llegar por fin a Madrid, Pablo fue a visitar su antigua casa, en el edificio de “La casa de las flores”, acompañado por Miguel Hernández. Este último había conseguido un furgón para recoger los libros y enseres personales del hogar del poeta, pero cuando entraron y la vieron saqueada y mancillada, Neruda decidió que prefería dejarlo todo allí.

Pablo escribió lo siguiente acerca de su casa completamente desordenada, de las máscaras que había coleccionado de los países orientales, y que ahora yacían en el suelo, algunas hechas añicos.



Las máscaras y la guerra

... Mi casa quedó entre los dos sectores... De un lado avanzaban moros e italianos... De acá avanzaban, retrocedían o se paraban los defensores de Madrid... Por las paredes había entrado la artillería... Las ventanas se partieron en pedacitos... Restos de plomo encontré en el suelo, entre mis libros... Pero mis máscaras se habían ido... Mis máscaras recogidas en Siam, en Bali, en Sumatra, en el Archipiélago Malayo, en Bandoeng... Doradas, cenicientas, de color tomate, con cejas plateadas, azules, infernales, ensimismadas, mis máscaras eran el único recuerdo de aquel primer Oriente al que llegué solitario y que me recibió con su olor a té, a estiércol, a opio, a sudor, a jazmines intensos, a frangipán, a fruta podrida en las calles... Aquellas máscaras, recuerdo de las purísimas danzas, de ' los bailes frente al templo... Gotas de madera coloreadas por los mitos, restos de aquella floral mitología que trazaba en el aire sueños, costumbres, demonios, misterios irreconciliables con mi naturaleza americana... Y entonces... Tal vez los milicianos se habían asomado a las ventanas de mi casa con las máscaras puestas, y habían asustado así a los moros, entre disparo y disparo ... Muchas de ellas quedaron en astillas y sangrientas, allí mismo ... Otras rodaron desde mi séptimo piso, arrancadas por un disparo... Frente a ellas se habían establecido las avanzadas de Franco... Frente a ellas ululaba la horda analfabeta de los mercenarios... Desde mi casa treinta máscaras de dioses del Asia se alzaban en el último baile, el baile de la muerte ... Era un momento de tregua... Las posiciones habían cambiado ... Me senté mirando los despojos, las manchas de sangre en la estera... Y a través de las nuevas ventanas, a través de los huecos de la metralla... Miré hacia teJos, más allá de la ciudad universitaria, hacia las planicies, hacia los castillos antiguos... Me pareció vacía España... Me pareció que mis últimos invitados ya se habían ido para siempre... Con máscaras o sin máscaras, entre los disparos y las canciones de guerra, la loca alegría, la increíble defensa, la muerte o la vida, aquello había terminado para mí... Era el último silencio después de la fiesta... Después -de la última fiesta... De alguna manera, con las máscaras que se fueron, con las máscaras que cayeron, con aquellos soldados que nunca invité, se había ido para mí España...


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