
Hasta los quince años, Pablo no visitó el mar. Por suerte su padre consiguió que un compañero ferroviario le prestara durante unos días una casa cercana a la costa, donde irían a veranear. Toda la familia se despertaba de madrugada, animada por su padre, el conductor, para preparar colchones, equipajes, y demás útiles necesarios; bultos que llevaban consigo una vez puestos en marcha. Viajaban en tren con todos esos objetos, y después enlazaban con una travesía en barco, navegando por ríos a cuyas riveras se extendían, grandes paisajes montañosos a lo alto, que dejaban a Pablo sin aliento.
Allí, en la casa de Horacio Pacheco, el compañero de su padre, disfrutaba el pequeño poeta en el descuidado jardín, entre las yedras y enredaderas que desarrollaron su sentimiento poético, y entre las amapolas que cortaba y conservaba cuidadosamente en su cuaderno.
“Cuando estuve por primera vez frente al océano quedé sobrecogido. Allí entre dos grandes cerros (el Huilque y el Maule) se desarrollaba la furia del gran mar. No sólo eran inmensas olas nevadas que se levantaban a muchos metros sobre nuestras cabezas, sino un estruendo de corazón colosal, la palpitación del universo.”
Así expresó en su autobiografía Pablo Neruda, la impresión que tuvo, las imágenes que le fueron evocadas la primera vez que se situó delante del mar.
Durante los siguientes años que veraneó en el mismo sitio aprendió a montar y amar a los caballos, se fijó en sus formas, describió incluso su alma, enamorado de tan bello animal. Fue todo aquello, la maravillosa envoltura de los paisajes, la mágica vida que se daba en aquel lugar, a partir de lo cual comenzó a forjarse una comunicación entre esa tierra y su poesía.
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