
Algo que el poeta recordaba a menudo en vida, eran sus largos paseos a caballo por los bosques chilenos. Amaba aquellas tierras, pasear solo y adentrarse en la selva para obtener esa sensación de libertad. Un día la familia Hernández, una familia que vivía allí, le invitó a asistir a la trilla. Cabalgó por el bosque a solas, en una aventura personal, pero poco a poco fue anocheciendo y se perdió en la inmensidad de la selva. Por suerte, Pablo se encontró con un campesino en la marcha, que le aconsejó buscar un refugio. Le habló de una casa blanca donde residían tres viudas francesas muy amables, cerca de allí. En la noche consiguió avistar los faroles de la fachada. Se acercó lentamente, tocó la puerta y una señora con el pelo canoso le hizo pasar. En la casa habitaban tres mujeres de avanzada edad, de origen francés, especializadas en la cocina, y que daban cobijo a todos los visitantes que se habían perdido en el bosque. A Pablo le invadió una timidez absoluta, provocada por el buen gusto de la cena, y la incontable decoración de la sala de estar, la mesa, la vajilla, las velas… Durante el transcurso de la cena hablaron de Francia, de la vida de estas tres amables viudas, que heredaron sus dotes culinarias del padre, originario de allí. Mencionaron a Baudelaire, hablaron de su obra “Fleurs du mal”, con intensa excitación, ya que en muchos kilómetros a la redonda pocas personas sabían leer francés, descontando estas tres señoras.
Lo que a Neruda le resultó más curioso fue el hecho de que las tres cocineras tenían una extraña lista, una especie de fichero, en el que iban anotando los menús que preparaban a cada visitante. Habían sido veintisiete viajeros perdidos en los últimos treinta años, y si alguno volvía a visitar la casa no querían que repitiera ni un solo plato.
A la mañana siguiente Pablo se despertó agradecido, pero decidió no despedirse de las anfitrionas, y proseguir directamente su camino a la trilla. Llegó al campamento y observó con gran expectación los detalles de aquella actividad: las yeguas girando alrededor de la parva del grano, a los Hernández, aquellos “bárbaros activos”, gente fiera que trabajaba con increíble fuerza artística.
Al final del día los chavales iban a dormir a las eras, donde Pabo tuvo una experiencia inolvidable. A la luz húmeda y recién llovida de las estrellas, los cuerpos de los chavales dormidos se esparcían por la paja. Los ronquidos eran intensos. De pronto escuchó algo empezando a acercarse a él. Tuvo miedo, pensó incluso en levantarse y gritar, pero no lo hizo. Pasados unos momentos descubrió el cuerpo de una mujer junto al suyo, apretándose a él.
“Poco a poco mi temor se cambió en placer intenso. Mi mano recorrió una cabellera con trenzas, una frente lisa, unos ojos de párpados cerrados, suaves como amapolas. Mi mano siguió buscando y toqué dos senos grandes y firmes, unas anchas y redondas nalgas, unas piernas que me entrelazaban, y hundí los dedos en un pubis como musgo de las montañas. Ni una palabra salía ni salió de aquella boca anónima.”
Después ambos se quedaron dormidos, él pensando en lo que podía pasar si a la mañana les encontraban juntos. Cuando por fin amaneció, trató de buscar a la mujer con la que había pasado la noche, pero ninguna se ajustaba a sus características. Al fin vio a una mujer con trenzas, con una envergadura similar a la que buscaba, sirviendo comida a su marido. Ésta le sonrió, y Pablo sintió que en su interior también se abría una sonrisa.
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